Cuerpo y la Sangre de Jesús


“El primer día de la fiesta de los Panes Ácimos, cuando se inmolaba la víctima pascual, los discípulos dijeron a Jesús:

─ ¿Dónde quieres que vayamos a prepararte la comida pascual?
El envió a dos de sus discípulos diciéndoles:
─ Vayan a la ciudad; allí se encontrarán con un hombre que lleva un cántaro de agua. Síganlo y díganle al dueño de la casa donde entre: ‘El Maestro dice: ¿dónde está mi habitación de huésped, en la que voy a comer el cordero pascual con mis discípulos? El les mostrará una gran sala en el piso alto, arreglada con almohadones y ya dispuesta; prepárennos allí lo necesario”.
Los discípulos partieron y, al llegar a la ciudad, encontraron todo como Jesús les había dicho y prepararon la Pascua.
Mientras estaban comiendo, Jesús tomó el pan habiendo bendecido lo partió y lo dio a sus discípulos diciendo:
─Tomen y coman, esto es mi Cuerpo.
Y habiendo tomado un cáliz y dado gracias se lo dio y bebieron de él todos. Y les dijo:
─ Esta es mi Sangre de la Alianza, que es derramada por muchos. En verdad les digo que no beberé más del fruto de la vid hasta el día en que beba el vino nuevo en el Reino de Dios” (Mc 14, 12-26).

Contemplación
En la misa del Corpus el Papa Francisco tomó las palabras de San Agustín: “Coman el vínculo que los mantiene unidos, no sea que se disgreguen; beban el precio de su redención, no sea que se desvaloricen” (Sermón 228 B).

Al escucharlas de nuevo, como en el Corpus de 2011 en Bs. As., esta vez me llamó la atención la segunda advertencia de Agustín: beban el precio de su redención, no sea que se vuelvan “viles”.
Envilecerse es la palabra, que viene del latín, y tiene dos significados. Uno es económico y se puede traducir como “devaluarse”. Recordar el precio de la sangre con la que fuimos comprados nos hace tomar conciencia de nuestro valor en impide que nos devaluemos. El mundo valora a las personas sobre todo por su capacidad de producir. De última, hasta una fama ganada con méritos, se “infla” o se “devalúa” según algunos tengan capacidad para obtener frutos económicos de la persona famosa.
La inflación es cuantitativa: el dinero vale menos si se emiten más billetes; pero no hay que dejar de lado este sentido cuantitativo. Puede resultarnos claro pensar que la Sangre del Señor es la moneda fuerte. Cómo los dólares o el oro que uno pueda tener guardados. El punto es que la Sangre del Señor no hay por qué tenerla guardada: el Señor nos la da como bebida espiritual para beberla cada día. San Ignacio, teniendo en cuenta esto, recomendaba mirar a las personas como bañadas en la Sangre del Señor, para que brillara su valor: el valor infinito de cada persona.
Quizás a alguno pueda parecerle excesivo y sin embargo no lo es. Es más, hace falta este exceso para contrapesar la desvalorización constante del mundo a la inmensa mayoría de las personas. Uno mismo termina por considerarse en muchos aspectos como una moneda sin mucho valor, como nuestro devaluado peso argentino, que cada diez años sufre una devaluación considerable.
La Eucaristía es “viático”, vino y pan de calidad, para el camino. Por eso, comulgar es como si uno saliera a la calle con una moneda valiosa no para “comprar cosas” sino para intercambiar relaciones interpersonales de calidad por el camino.
Ayer, una nueva amiga, que por veinte años ha trabajado en el Poliambulatorio de la Caritas de Roma, en la atención sanitaria de los inmigrantes y de las personas en situación de calle, en su último día como directora médica, me mostró el trabajo que hacen, similar en todo al trabajo del Hogar. Ella hacía hincapié en cómo fueron creciendo en organizar cada vez con más calidez humana la acogida de las personas, para que no se sientan “desvalorizadas” por un ambiente frío o distante, impersonal, sino todo lo contrario. Y a partir de esa acogida, surgen muchos caminos de recuperación. La cuestión es que la amistad nació de una charla ocasional, en un ascensor del Vicariato de San Juan de Letrán y en un Bus en el que ella y otra amiga me guiaron para volver a casa, luego de hacer los trámites para el “carnet” de sacerdote que permite “celebrar” – el Celebret, como se llama-. Cruzamos dos palabras y al hablar de la gente con la que trabajábamos, la charla se volvió “valiosa”.
Caigo en la cuenta de que en mis primeros días en Roma todas las relaciones eran nuevas y la calidad de vínculos que establecí con la gente que trataba por primera vez fue bastante especial. Con el paso de los días, la rutina tiende a “depreciar” las relaciones y se instala un “a este ya lo conozco”, “esta ya sé de qué trabaja”, “aquel es fulano…”.
En el evangelio de ayer, el Señor le decía a la gente –imagino que con una sonrisa pícara-: “Qué curioso, no?. Los escribas dicen que el Mesías será un hijo de David y sin embargo en la Escritura, David lo llama “su Señor”.
Era como que el Señor, que es la Humildad en Persona, aquí “vende un poco de imagen” para que la gente lo valore y se de cuenta de quién es el que tienen delante. Con la Eucaristía pasa eso, de tan humilde que es el signo, uno tiende a no sentirlo tan importante.
Pero pensemos por un momento que nuestro Dios podría habernos dejado como viático otra “cosa”, “algún alimento especial”…, no hacía falta que nos dejara su propio Cuerpo y su Sangre bendita. Sin embargo no fue así. Es que en Él todo es personal: nos atiende Dios en Persona, no un empleado importante. Nos da su Cuerpo, no algún producto angelical o celestial.

Envilecerse o desvalorizarse tiene también un sentido “no económico”, más afectivo. El envidioso, dice el diccionario, tiende a “envilecer” a los demás. No sólo quitar valor sino envilecer. Hay una forma de “rebajar” o ningunear, como decimos, que consiste en ignorar o menospreciar. Pero hay otra que va más allá y que es, propiamente, algo vil, fruto de bajeza. La envidia, como dice un amigo, es el único pecado que no se goza, porque amarga al envidioso al mismo tiempo que rebaja al envidiado. Es un pecado verdaderamente demoníaco: “por envidia entró el demonio en el mundo”. Habiendo sido creado ángel de luz, Luzbel envidió a Cristo y se “oscureció”, se envileció. Su venganza es “envilecernos” a nosotros, haciéndonos sentir viles por nuestros pecados. Por eso el Señor cuida tanto a los pecadores y perdona todo, para que uno no se envilezca, para que uno no pierda la autoestima, todo lo que vale como hijo amado, como amigo redimido.
La Eucaristía es El remedio contra este envilecerse.
Por eso es tan importante buscar la manera de que todos podamos comulgar, porque si no nos vamos “desvalorizando”, sintiéndonos de segunda. Y de este sentirnos menos pasamos al “total que le hace una mancha más al tigre”. Y una vez que nos sentimos “despreciables”, es poco lo que podemos hacer por los demás. Esta es la táctica del demonio.
La de Jesús, en cambio, es hacernos sentir cuánto nos estima, qué valiosos somos a los ojos del Padre, cómo con su Espíritu podemos andar alegres y fuertes, qué confianza nos tiene que nos confía sus dones: su evangelio, el perdón, los sacramentos…

Dice el Papa: “Y ¿qué significa hoy para nosotros «depreciarse», o sea “aguar” nuestra dignidad cristiana? Significa dejarnos corroer por las idolatrías de nuestro tiempo”.
¿Cuáles cita el Papa?:
“el aparecer,
el consumir,
el yo al centro de todo;
pero también el ser competitivos,
la arrogancia como actitud vencedora,
el no querer jamás admitir que nos hemos equivocado o que tenemos necesidades”.
“Todo esto nos envilece, nos vuelve cristianos mediocres, tibios, insípidos, paganos”.
Fijémonos bien las “idolatrías” que señala el Papa.

No habla de los pecados de los que habitualmente nos confesamos todavía los cristianos: las broncas, los enojos, las impurezas sexuales, las faltas de caridad y de oración… Esos son pecados, pero que ya están “discernidos” y no son ídolos, no son “diocesitos” que nos exigen culto. Si pecamos en eso, la conciencia nos lo reprocha.

Podemos probar a confesarnos también las idolatrías actuales:
busqué aparecer yo,
ando siempre buscando qué consumir,
estoy en el centro de todo: yo hice, yo no hice, yo estuve bárbaro, yo estuve pésimo…, yo tengo la culpa, yo merezco otra cosa…
Soy competitivo, en lo que no me interesa no, pero en lo mío propio, con los que me comparo como mis pares, soy competitivo y doy codazos.
Soy arrogante, cuando tuve razón o gané, lo dejo bien clarito. Guardo memoria de mis “yo tenía razón” pasadas.
No me gusta admitir que me equivoqué y tampoco que tengo necesidades. No me gusta pedir. Si no me dan, me distancio…

Diría que “otras cosas son sólo pecados” estas, además, son vilezas. Y el discernimiento de Francisco es que las “vilezas” son propias del demonio y van contra la Carne de Cristo, contra la Eucaristía.

Fijémonos, por ejemplo, en la conexión entre “ser un consumidor” y “no comulgar”. Justamente de aquello de lo que tenemos que ser consumidores, no de manera figurada sino literal -“Tomen y coman, consuman!”-, de eso nos apartamos vilmente y andamos consumiendo cosas de menor calidad.

El poner nuestro yo en el centro de todo y querer aparecer nos envilecen, precisamente, porque el Señor mismo es quien nos pone en el centro de todo su amor. La Eucaristía es un momento en el que Él se abaja y nos pone en el centro a nosotros, Él se hace alimento para que Yo lo coma!!!

Decididamente, la tentación del demonio contra la Eucaristía, como signo del amor de Jesús, no va por el lado de hacernos “malos” sino “viles”.

Esto también tiene que ver con la concepción de que la comunión es “premio para los buenos”. El Papa dice: “La Eucaristía no es un premio para los buenos, sino la fuerza para los débiles, para los pecadores. Es el perdón, es el viático que nos ayuda a andar y a caminar”.

Es lo que está en discusión hoy en día, con respecto a quiénes pueden comulgar y quiénes no.
Si ponemos la discusión en clave de “envilecer” podemos ver que están los que temen que se “envilezca” el sacramento, si se permite comulgar a algunos, y los que temen que se “envilezcan” los cristianos (divorciados, por ejemplo), si se los excluye a todos de la comunión sin tener en cuenta cada caso.

¿Cómo se hace, dicen unos, para no “cambiar la doctrina” que dice que “en pecado mortal no se puede comulgar sin antes confesarse y cambiar la situación de pecado”?

¿Cómo se hace, dicen otros, cuando hay situaciones que no tienen vuelta atrás, para poder vivir y crecer en la fe sin comulgar, sin la ayuda del viático?

Se pueden santificar igual, dicen los primeros. Hay otros medios: la oración, ir a misa, la comunión espiritual…

Entonces la comunión sacramental no es tan esencial, dicen los segundos.
….

Puede ayudar una reflexión en la que todos los que discutimos el tema tomemos conciencia de la intención de fondo del Sacramento: que no nos disgreguemos (la unidad de los discípulos del Señor) y que no nos envilezcamos (nuestra dignidad). De última: que todos recibamos la Salvación del Señor, su gracia y su vida.

Para no “desvalorizar” la Eucaristía ni desvalorizarnos a nosotros mismos, lo primero, creo, es caer en la cuenta de que el Señor, si nos quería “alimentar”, podría habernos dado otro alimento. Algo especial, pan del cielo, un nuevo maná, algo que nos diera su gracia santificante. Pero optó por darse a sí mismo como alimento: su Cuerpo y su Sangre.
Esto es para decir que la relación personal con el Señor “no se puede manchar”, él entraba en casa de pecadores y comía con ellos, los santificaba con su presencia, los movía a cambiar de vida. No es que primero les pedía que se convirtieran y después iba a su casa a comer.
La Eucaristía no es un “objeto”, sino sacramento de la presencia real de una Persona. Y en las relaciones personales las “situaciones” y los “tiempos” se regulan primero desde adentro y después, en la medida de lo posible, desde afuera.
En su familia, un padre, puede juzgar el proceso que vive su hijo en términos de “vida o muerte” y no en términos de una justicia más exterior.
Es lo que sucede en la parábola del hijo pródigo. El mayor se escandaliza porque le parece injusta la situación. Su hermano primero tendría que restituir lo gastado, para volver a una situación de igualdad con él. El Padre en cambio pone la cosa en términos de vida y muerte: mi hijo estaba muerto y ha vuelto a la vida. Por eso celebra un banquete de comunión.
Este juzgar en términos de vida y muerte (y no sólo en términos de una situación que se extiende en el tiempo y tiene visibilidad social, como es el matrimonio) el derecho canónico también lo utiliza cuando permite “confesar válida y lícitamente a cualquier penitente que esté en peligro de muerte de cualquier censura y pecado” (CDC 976); y también cuando obliga a dar la comunión: “se debe dar el viático a los fieles que, por cualquier motivo se hallen en peligro de muerte” (CDC 921.1).
También valora el Derecho la conciencia de la persona como norma última cuando dice que “si uno tiene conciencia de un pecado grave, no comulgue sin antes confesarse. Pero “por un motivo grave”, si no se puede confesar uno puede comulgar teniendo presente que “está obligado a hacer un acto de contrición perfecta”, que incluye el propósito de confesarse cuanto antes”(CDC 916).
A propósito dejo como está la formulación llena de “no se puede” y “está obligado”. Y lo hago para destacar el contenido, que se puede formular también de manera positiva: “si uno tiene conciencia de que ha recibido la gracia de desear con un amor pleno el Pan de la casa de su Padre y eso lo lleva a hacer un acto de contrición perfecta, en el que se arrepiente de todo lo malo que ha hecho en su vida, está obligado volver a la casa del padre pensando en cómo le confesará su pecado. Y el Padre que ve volver a este hijo está “obligado” a hacerle fiesta de perdón (con abrazos y sin dejarlo hablar mucho) y banquete de comunión. Después verán cómo hacer para arreglar “los líos que desató la situación” y a reparar lo mejor posible todo el entramado social.
Con este espíritu es que se deben “volver a tratar” todos los temas sobre la comunión y el matrimonio, de manera que surjan planteos que expresen la doctrina de siempre en este nuevo contexto social, que es inédito.

“Jesús – dice el Papa- ha derramado su Sangre como precio y como baño sagrado que nos lava, para que seamos purificados de todos los pecados: para no disolvernos, mirándolo, saciándonos de su fuente, para ser preservados del riesgo de la corrupción. Y entonces experimentaremos la gracia de una transformación: nosotros siempre seguiremos siendo pobres pecadores, pero la Sangre de Cristo nos librará de nuestros pecados y nos restituirá nuestra dignidad. Sin mérito nuestro, con sincera humildad, podremos llevar a los hermanos el amor de nuestro Señor y Salvador. Seremos sus ojos que van en busca de Zaqueo y de la Magdalena; seremos su mano que socorre a los enfermos del cuerpo y del espíritu; seremos su corazón que ama a los necesitados de reconciliación y de comprensión.

De esta manera la Eucaristía actualiza la Alianza que nos santifica, nos purifica y nos une en comunión admirable con Dios”.

Diego Fares sj

Publicado en EJE